Que vivir dentro de la cárcel no era tan malo o, al menos, era igual que vivir en un barrio del oeste de la ciudad. Esa era la justificación de Marta, una joven de 26 años, quien dijo sentirse orgullosa de vivir dos años y dos días en el área de Penal de la Cárcel Nacional de Maracaibo por voluntad propia
Por Juan José Faría / laverdad.com
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Que vivir dentro de la cárcel no era tan malo o, al menos, era igual que vivir en un barrio del oeste de la ciudad. Esa era la justificación de Marta, una joven de 26 años, quien dijo sentirse orgullosa de vivir dos años y dos días en el área de Penal de la Cárcel Nacional de Maracaibo por voluntad propia. Ahora le avergüenza decir que llevó a sus dos hijos a una condena penitenciaria por el solo motivo de que su padre era un delincuente.
Un día supo que podía entrar y salir cuando quisiera. Daba lo mismo: si tenía dinero le daba 200 bolívares a un militar para entrar, y si no tenía, solo reportaba la novedad al “gran pram”. Su palabra bastaba para que los funcionarios de verde olivo olvidaran su rango frente al caudillo que ya se creaba entre los muros de Sabaneta. Al llegar, Marta debía recorrer el área de la dirección, saludaba a los empleados del ministerio y al llegar a la puerta principal uno de los reclusos le dejaba entrar con sus cosas.
La mujer vendía arepas y prestaba dinero con interés al 10 por ciento. Lo que ganaba le alcanzaba para todo, porque pese a que debía pagar el “obligaíto”, sus dos hijos iban tres veces al día al “rancho”, un comedor que funcionaba en el área.
En el barrio Marta no tenía nada y al lado de su marido lo tenía todo. Sus hijos no iban a la escuela, considera que ahí no aprenderán nada interesante. Es que ellos viven bien y no hay estudios de por medio y nadie, nadie, los va a matar dentro de Sabaneta.
Los hijos de ella tienen cuatro y seis años. Son dos varones que dormían con ella y su padre, el recluso, en un cuarto con un tamaño menor a dos metros cuadrados. Vivían despreocupados. La muestra es que poco le importó el tiroteo del lunes pasado. “Yo estaba jugando cartas. Eso era normal. No sé por qué el alboroto si siempre era lo mismo”.
Salía una vez a la semana a comprar los productos para hacer arepas. Durante ese tiempo su marido cuidaba a los hijos. Cuando ella llegaba, los niños eran libres y se unían en grupo para recorrer toda el área de Penal. Exploraban las esquinas del reclusorio seguros de la vigilancia de los hombres armados del pram.
Pero eso no le gusta a Lisbeth. Tiene un año visitando cárcel. Su esposo le dio la orden expresa de no dejar, bajo ninguna circunstancia, que sus hijos -una niña de seis y un niño de cuatro- tengan amistades con el resto de los que allí viven. “Esos niños serán los próximos delincuentes. Ven todo lo que hacen sus padres y lo imitan todo el tiempo”. Una vez un niño le preguntó a uno de sus hijos si él había tocado una pistola. Desde ese día dejaron de visitarlo. El hombre tiene semanas que no les ve la cara. Lisbeth dice que así es mejor.